lunes, 6 de junio de 2011

EL CHAVO DE LA CARRETERA

Este verano pasado me ocurrió una de esas experiencias que suceden, creo, una vez en la vida. Veréis: tengo 16 años y, por tanto, no puedo conducir motos de más de 50 cc. Pero, la verdad, a mí me gusta mucho la velocidad y siempre que puedo convenzo a mi hermano mayor para que me preste su motocicleta de 250 cc. Me encanta conducir a gran velocidad.
Bueno, pues el caso es que en el mes de julio pasado, estando en la playa con mi familia, conseguí que mi hermano me prestara su moto y me fui, por la tarde, a dar un largo paseo por las carreteras de la provincia donde veraneo, en el sur de España.
Llevaba puesto unos pantalones cortos de algodón, sin slips (no me gusta usarlos en verano), y una camiseta, porque el día era caluroso. Me lo estaba pasando estupendamente, porque podía correr a gran velocidad sin apenas tráfico. El caso es que en una recta vi, a lo lejos, que alguien estaba "haciendo dedo". No tengo costumbre de recoger a autoestopistas, pero me picó la curiosidad de saber quién estaba a aquellas horas (eran ya más de las nueve, y estaba empezando a oscurecer). Reduje un poco la velocidad, más que nada para no pasar como una exhalación y no poder saciar, por tanto mi curiosidad. El caso es que, conforme me acercaba, me di cuenta de que era un chico como de 18 ó 19 años, alto y rubio, que tenía una media sonrisa en un rostro ciertamente atractivo. Quizá sonreía por que pensaba que, al reducir la velocidad, iba a recogerlo y se acabaría su espera.
No hubiera parado en otras circunstancias, pero un pálpito interior me dijo que debía hacerlo. Antes que nada quiero deciros que nunca había tenido pensamientos gay, ni entonces tampoco. Mi vida sexual se limitaba a hacerme pajas con revistas porno, aunque debo reconocer que las fotos que más me gustaban eran aquellas en las que grandes carajos se corrían en las caras y bocas de tías. El caso es que finalmente me detuve pocos metros más allá de donde estaba el chico parado. Por el retrovisor vi como corría hacia mí, con una amplia sonrisa en los labios. Pude apreciar, en los breves momentos en que lo vi enmarcado en el retrovisor de la moto, que entre las piernas, apenas velado por un pequeño pantalón corto, se apreciaba un bulto bastante considerable. Me resultó sorprendente, y no puedo negar que en ese momento sentí un cosquilleo en mi polla, que atribuí a que estaba empezando a refrescar.
Cuando el chico llegó a mi posición, me saludó, todavía jadeando un poco.
- Hola, gracias por parar, ya creí que tendría que hacer noche en la carretera.
- ¿Cómo te llamas? le dije.
- Eusebio, me contestó.
-Yo soy Julián.
Nos chocamos las manos, y me pareció que la suya despedía electricidad. Realmente era raro...
Se subió a la grupa de la moto, y se sujetó con las manos a mis hombros. Volvió a darme como una pequeña descarga eléctrica. Arranqué la moto y tomamos velocidad. Pronto me di cuenta de que aquel paquete que había entrevisto en el retrovisor era realmente grande. Me presionaba en el culo, y comencé a sentir una sensación extraña entre las dos cachas, como un picor que era bastante placentero, debo reconocerlo. Aquella presión entre mis cachas fue aumentando, y no sabía muy bien por qué. El caso es que yo estaba alcanzando ya una velocidad bastante respetable, y el aire en la cara y aquella presión creciente en el culo hizo que mi nabo se empezara también a poner a tono. El chico, desde atrás, me susurró al oído.
- Si no te importa, voy a cogerme a tu cintura, porque a esta velocidad si no, me voy a caer.
Y quitó las manos de los hombros para agarrarme alrededor de la cintura. Se apretó más contra mí, y la presión entre mis cachas se hizo aún más poderosa. No sabía por qué, pero aquella situación me estaba poniendo muy excitado. Sentía que mi polla crecía dentro de mi pequeño pantalón. Ya podía notar por detrás, sin ninguna duda, una dureza que sabía bien a qué correspondía, apoyada a las puertas mismas de mi agujero anal, sólo separado por la tela de mi pantaloncillo. No sé cómo, pero actué por instinto: culeé con disimulo, como si quisiera acomodarme mejor en el sillín, pero con la intención de que aquella presión se incrementara. Entonces Eusebio actuó: retiró una de sus manos de mi cintura y, por detrás, me bajó los pantaloncillos. Yo tragué saliva pero no dije nada. Noté entonces como algo húmedo, pero relativamente delgado, se colocaba a la entrada de mi culo, ya entonces al aire libre de la noche, y pugnaba por entrar en aquel recóndito escondrijo. Lo consiguió sin mucho problema, porque tenía el agujero bastante lubricado por la excitación. Enseguida supe de qué se trataba: era un dedo ensalivado. Aquel dedo dentro de mí me produjo un escalofrío de placer, y culeé, ahora más descaradamente, pidiendo más.
A todo esto habíamos alcanzado los 140 Km./hora, y el aire nos azotaba el rostro sin piedad. La carretera estaba vacía, afortunadamente, pues no creo que hubiera tenido reflejos para evitar una colisión o hacer algún adelantamiento. Eusebio me había metido ya el dedo totalmente dentro de mi estrecho agujerito, y yo me movía al ritmo que marcaba él con un suave metisaca. Me introdujo entonces un segundo dedo, y poco después un tercero, y aquello ya era un placer inenarrable. Sentía aquellos tres dedos húmedos dentro de mi agujero, y me retorcía en el sillín de gusto, mientras procuraba no perder la visión de la carretera. El nabo lo tenía como un palo de duro, y se había salido por la pernera derecha del pantalón. Eusebio debió darse cuenta, porque con la otra mano que se agarraba a mí me lo trincó y empezó a hacerme una paja.
Como por instinto, hice algo que facilitó lo siguiente: me recliné sobre la moto y alcé el culo, de tal forma que presenté a Eusebio un panorama creo que alentador. Me imaginé la visión que tenía mi nuevo amigo: el de un chico de 16 años, montado en una moto, a una velocidad superior a los 140 Km./hora, con el pantaloncillo bajado hasta el muslo y el culo en pompa, pidiendo guerra. El chico no se lo pensó dos veces, y, tal y como yo esperaba, me colocó en la puerta de mi ya bien lubricado agujero anal algo grande, muy grande, y caliente, muy caliente. Dio un golpe de pelvis y creí que veía las estrellas. Me había metido apenas la cabeza de su polla enorme, pero era como si tuviera un aparador dentro del culo. No sé de donde saqué fuerzas para gritar:
- Más, dame más...
Debió escucharlo, a pesar de la velocidad, porque inmediatamente dio otro golpe de pelvis y me metió su carajo por lo menos hasta la mitad, aunque yo sentí el culo casi lleno. Era como tener un bate de béisbol en el culo, algo desmesurado y ardiente. Giré un momento la cabeza, con la vista extraviada y la lengua fuera de la boca, y el chico entendió: quería más. Un tercer golpe de pelvis me la introdujo hasta el fondo, hasta que noté la base de su polla en mis nalgas, el roce de sus cojones entre mis cachas. Me parecía que me iba a salir la punta de su nabo por la boca, de grande que lo sentía dentro de mí, de profundo que lo notaba en mis entrañas. Empezó entonces un metisaca, y yo me recliné aún más sobre el depósito de la moto para permitir mejor la entrada y salida de aquel rabo monumental. No apartaba la mano del acelerador, así que debíamos ir como a 160 Km./hora, por lo menos.
Notaba aquel cacharro enorme entrar entre mis cachas y me sentía verdaderamente feliz cuando llegaba hasta el final y notaba la piel suavemente rugosa de los huevos chocar contra mis nalgas. Pero era demasiada suerte que hubiéramos conseguido llegar hasta allí sin que nos pasara nada, a esa velocidad y con el copiloto "ensartando" al piloto, porque en una de las curvas perdí el control y nos fuimos fuera de la carretera. Aunque realmente la suerte no nos abandonó: caímos justo encima de un gran número de balas de paja que había colocadas en la curva, quizá para prevenir posibles accidentes. El caso es que la moto se salió de la carretera, como digo, y mi compañero y yo salimos por los aires. Caímos sobre las balas de paja y, casualidades de la vida, él cayo de espaldas y yo casi encima de él, justo con mi cabeza sobre su pelvis.
Así que cuando nos repusimos un poco del trastazo, me di cuenta de que tenía, como a diez centímetros de mi boca, un pedazo de vergajo en plena ebullición; pude constatar entonces que, efectivamente, era monstruosamente grande: no menos de 28 centímetros tenía aquel pollón prodigioso, rezumante de líquidos, apetitoso, que estaba pidiendo "cómeme, cómeme". Y como yo siempre he sido muy bien mandado, no me lo pensé dos veces: me metí como pude el glande hermoso y enhiesto dentro de la boca, y me pareció entonces haber encontrado el paraíso. Era una sensación exquisita, sentir dentro de tu boca, en tu lengua, en tus encías y dientes, aquel gran pedazo de carne que palpitaba por ti. Me gustó tanto que comencé a tragármela, poco a poco, con gran esfuerzo porque era un artilugio enorme y yo no tenía costumbre de tragar, ni remotamente, nada como aquello. Pero se ve que debía tener dotes innatas, porque conforme iba tragando centímetros de nabo iba mejorando la técnica. Eusebio me ayudaba tomándome de la cabeza y ayudándome a progresar. Llevaba ya metidos en mi boquita adolescente la mitad del rabo, es decir, unos 14 centímetros, cuando noté que la punta del vergajo tocaba en la campanilla de mi garganta. No me arredré: redoblé mis esfuerzos e hice pasar el glande de la zona de las amígdalas, camino de la garganta. Una vez pasada esa frontera el resto fue relativamente fácil. Continué tragando, notando las cosquillas del capullo en la laringe, hasta que, al fin, conseguí llegar a enterrar mi nariz en el vello púbico de Eusebio, y con el labio inferior pude saborear el placer de tocar los huevos enhiestos de mi amante.
Me sentí totalmente lleno, completo, sin ningún tipo de problema. Pero vi que Eusebio comenzaba a jadear y quería salirse. Yo, la verdad, me quedé un poco sin saber qué hacer, pero como él se salía, le ayudé en la tarea; sin embargo, justo cuando el glande aparecía sobre mi lengua, tras haber horadado muy profundo dentro de mi garganta, salió del ojete del mismo un churretazo de leche tremendo, que me llenó completamente la boca. Lo probé casi sin darme cuenta, y comprobé que era un manjar exquisito, como una vainilla un poco agria pero decididamente erótica. Agarré entonces el rabo que pugnaba por escaparse y me lo situé encima de la lengua, donde descargó el resto de su cargamento, un cargamento copioso, no menos de ocho o nueve churretazos, cada uno de ellos bien lleno de semen. Lo saboreé todo con glotonería, y esculqué en el ojete cuando ya parecía que no habría más. Conseguí una última gota que me pareció la más deliciosa de todas, y aún seguí chupando el glande un ratito más, saboreando el sabor de la leche sobre la polla.
Por fin, Eusebio me separó la cabeza y me dio un beso en la boca. Nuestras lenguas retozaron con su leche, que todavía embadurnaba la mía. Se salió Eusebio para apartarme un poco y situarse en posición de chuparme el rabo, que a estas alturas aparecía por uno de los perniles del pantaloncillo que tenía bajado por el comienzo de los muslos. Se metió la polla en la boca y comenzó a mamármela con técnica y buen saber; se veía que no era la primera verga que se comía. No tardé en correrme, porque estaba muy caliente. Me recibió en su boca y se tragó toda mi leche, con glotonería, con la vista extraviada, como si recibiera uno de los mayores placeres de su vida.
Ni que decir tiene que, antes de despedirnos aquella noche, volvimos a hacerlo: Eusebio me dio de nuevo por el culo, y ahora se corrió dentro de él, haciéndome creer que me iba a partir en dos pero transportándome a la vez al nirvana. Yo, por mi parte, lo enculé también, pero prefirió que me corriera en su boca, y así lo hice.
No fue la última vez que nos vimos en aquel verano. Afortunadamente estábamos al principio de julio y aún quedaban casi dos meses por delante. Nos vimos todas las noches, aunque ya no en carretera, a 160 kms./hora y con un rabo enorme clavado en el culo del conductor; habíamos tentado demasiado la suerte en aquella primera ocasión, y no era cosa de que la suerte nos abandonase.
Pero durante las siguientes cincuenta y tantas noches nos dimos un placer inenarrable. Descubrí mi verdadera tendencia sexual, lo que me gusta en el sexo: tener un gran carajo encalomado en la boca, sentir llegar su leche sobre mi lengua, que fluya sobre ella, y tragármela, poco a poco, mientras mamo de nuevo el glande, el mástil, el vergajo de mi amado, bien embadurnado de su semen viscoso; y sentir su enorme nabo entre mis cachas, rozar sus huevos mis nalgas, y sentir cómo se vacía dentro de mí, regándome por dentro.

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