sábado, 13 de agosto de 2011

SOLDADITO DE PLOMO

En aquel extrañísimo bar grande y muy iluminado, podían tomarse los aperitivos mejor elegidos del sur. Tomamos algunos platos exquisitos de Andalucía a modo de cena ligera acompañados por vino. Nos habíamos reunido cuatro amigos para comenzar el fin de semana pero sin ningún plan. Me acompañaban Alonso, Rodrigo y Teresa y pensamos en ir un poco más tarde a una disco hasta el amanecer, pero, aparte de que aquel lugar era muy conocido por todos ellos, la casualidad hizo el resto. Se levantó Teresa sin decir nada y se dirigió hacia la puerta con su paso corto y con rapidez. En ese momento entraban tres personas más a las que yo no conocía. Eran dos chicas y un chico vestido con el uniforme blanco e impecable de la marina. Hablaron alguna cosa y se besaron con mucha alegría. Una de las chicas se fue hacia otra mesa y el soldado y la otra chica vinieron con Teresa y les ofrecimos un asiento.
El soldado era fuerte pero no muy alto ni musculoso y no dejaba de sonreír. La chica, que parecía tener más amistad con Teresa y Alonso, se encargó de presentarnos. Eran Maribel y José. Este chico acababa de llegar del sur e insistía en que tenía que ir a su casa a quitarse el uniforme, no quería tener problemas, pero su casa estaba lejos y tardaría mucho tiempo en volver, así que le ofrecí mi casa e incluso mi ropa, para cambiarse. Podríamos ir en el coche y volver en pocos minutos y podría dejar allí su macuto (petate) y recogerlo cuando se fuera a su casa.
- ¿De dónde eres? le pregunté; no tienes acento de aquí.
- No, sonrió, soy de San Fernando, por eso me he metido en la marina, pero me dijeron que me darían unos días de descanso y resulta que se trata de destinarme a El Ferrol durante una buena temporada.
- ¿A El Ferro? exclamé. ¡Eso está en la otra punta de España!
- Sí, tio se arrascó la frente levantando un poco la visera de su gorra, me parece que me han hecho una putada, pero aquí no puede uno hacer nada, sino cumplir las órdenes.
- ¡Vamos!, mi casa está muy cerca de aquí en coche le dije; mientras vamos y volvemos pueden ellos tomarse otra copa.
Nos levantamos y dijimos los planes; salimos del bar y le quité el petate de sus manos echándomelo al hombro:
- Tú ya has cargado con él muchas horas, le dije; déjame que te lo lleve un poco hasta el coche.
No me contestó, sino que, inclinando la cabeza hacia un lado, me miró y me sonrió. Pusimos el petate en el maletero y entramos en el coche. En pocos minutos le dije que ya estábamos en casa. - Si hubiese tenido que ir a mi casa, me dijo, todavía no habríamos comenzado el trayecto. Vives cerca. Te agradezco lo que haces porque debo quitarme el uniforme para salir (lo sé, le dije) y mi novia no quiere problemas con esto.
La palabra «novia» me dejó mudo; borró de mi cabeza alguna esperanza que tenía de acercarme un poco más a José. Maribel ya lo había cazado; era su presa. Un chico educado, marino, de rasgos suaves, pelo claro (y corto) y sonrisa casi constante. «Otra vez será», pensé. Chicos hay muchos.
Subimos a mi apartamento por las escaleras, pues vivo en la primera planta y, al entrar, apoyé el petate en el sofá y observé que entró a las otras partes de mi pequeño piso con curiosidad y sin decir nada. Cuando salió, me dijo que le gustaba mi vivienda y que le gustaría tener una así para él.
- Ya la tendrás, José le dije, no tengas prisas para eso, pero cámbiate pronto para no hacer esperar a los otros.
- ¡Vale! hizo una pausa sin moverse. ¿Te importaría que me diese una ducha antes de ponerme la ropa de calle? Soy un aprovechado, ¿verdad?
- No, en absoluto le dije, creo que es mejor que pasemos al dormitorio y te asees un poco antes de cambiarte. (Entramos en el dormitorio) Yo te espero aquí sentado (le señalé la cama).
Comenzó a quitarse el uniforme y sentí que me iba quedando paralizado. Aflojó el cuello, se quitó la corbata y abrió con rapidez la camisa dejando su pecho a la vista. Mientras se quitaba los zapatos de un pie con el otro, se aflojó el cinturón y comenzó a desabrochar botones (el uniforme de marino tiene muchos botones). Tiró hacia debajo de los pantalones y los soltó con cuidado sobre la cama. Llevaba calzoncillos rojos de color oscuro en forma de slips muy ajustados y tiró de ellos hasta quitárselos y arrojarlos a una silla. Sin decir nada, entró en el baño, encendió la luz y se duchó en poco tiempo.
Yo seguía sentado en la cama como hipnotizado viendo aquello. Era lógico que José hiciese las cosas así. En el cuartel nadie anda pensando en timideces a la hora de desnudarse.
Al salir de la ducha, le vi mirar a un lado y otro y comprendí que no había toalla.
- Espera, chaval. Te daré una toalla para secarte que es bien grande y muy suave.
Al poner la toalla delante de él, rocé sin querer su vientre y no hizo gesto ninguno. La deslió y se secó. La dejó luego sobre la banqueta y tomando el peine del lavabo, se puso a peinarse un poco el flequillo. Yo seguía allí, en pie, mirándole asustado. De pronto, se volvió y se dirigió hacia mí, me tomó por la cintura y me dijo:
- Voy a salir, guapo; tengo que ponerme la ropa.
No me había dado cuenta de que estaba impidiéndole el paso en la puerta y me eché a un lado. Siguió desnudo buscando sus cosas y poniéndolas en la cama hasta que notó que yo lo miraba asustado. Quizá pensó que yo no quería que estuviese desnudo y corrió a ponerse los calzoncillos y, para evitar aquella situación, me miró y sonrió: «No tardo nada».
Cuando volvimos al bar, me extrañó que se sentase a mi lado habiendo sitio junto a su novia. Ella estuvo mirándonos desde entonces con un gesto poco amistoso.
- Tío, me dijo José, no me han dicho tu nombre. No me gusta hablar con desconocidos.
- Lo siento, dije, debe haber sido cosa mía. Me llamo David Kamen. En realidad soy británico, pero he vivido toda mi vida aquí.
- ¡Me gusta!
- ¿Qué? le pregunté extrañado. ¿Qué te gusta?
- Esta comida y este vino, se echó a reír; pero tu nombre es de artista.
Seguimos hablando mucho, tanto, que casi parecía que no estábamos incluidos en aquella reunión. Cuando tomamos algunas copas más, puso su mano en mi pierna, inclinó la cabeza y me dijo:
- Me encanta tu apartamento, David. Me gustaría mucho tener uno así para mí, pero además, hacía pausas entre sus frases, no creas que soy tonto. No me asusta, pero sé que me miras.
Me dejó de hielo. Yo había intentado por todos los medios que no notase nada en mí, pero invitarlo a mi apartamento, mirarle desnudo durante la ducha, aquel roce en su cuerpo, le habían impulsado tal vez a tomarme por la cintura para pedirme paso en vez de decírmelo sin más.
Salimos del bar y seguíamos sin planes para la noche. Maribel se puso a su lado y yo me fui con Teresa a cotillear un poco de todo. De pronto, José se echó en un coche y me pareció que vomitaba. Me asustó verlo así, pero me es imposible acercarme a alguien que vomita y me retiré. Cuando se encontró mejor, pidió un cigarrillo y le di uno de los míos. Estaba sudando.
- No preocuparos dijo, siempre que bebo vino me pasan estas cosas.
- ¿Quieres que te llevemos a casa? preguntó Teresa; tengo el coche aquí cerca.
- No, no, dejad esas ideas, contestó mirando hacia otro lado. ¿Pensáis meterme en un coche y llevarme hasta allí? Me vais a matar.
- Quizá podríamos llevarte un rato a casa de David, dijo Rodrigo; está cerca. Cuando se te pase, nos iremos por ahí.
- No quiero darle más la coña a David, se ha portado muy bien conmigo y no quiero estropearle la noche.
- ¡Eh, tío? le dije. ¿De qué coña hablas? Te podrías refrescar un poco y tomar un caldito caliente para hacer el cuerpo. Además, te has puesto la camisa llena de tinto y hueles a vómito.
- ¿Te importaría dejarme una camisa? me dijo acercándose y sonriendo. ¡No voy a ir por ahí con esta!
- Creo que tenemos la misma talla, tío le dije, y yo tengo camisas de muchos estilos. Elige la que creas que más te gusta.
- ¡Bueno! exclamó Maribel con desagrado, ahora tendremos que esperaros en un sitio mientras «el borrachín» se cambia de camisa.
- ¡Mira tía! se encaró José a Maribel, haré lo que me salga de los cojones ¿Te enteras? No vas a amargarme una semana que tengo antes de irme al otro puto extremo de España. No te aguanto. Vete a esperar a donde te salga del coño.
Todos los presentes nos quedamos callados y bajamos la cabeza. José, se volvió y se fue por la calle hablando solo:
- ¡Estoy ya hasta los huevos! iba diciendo. ¡No hagas esto, no mires así, no me gusta esa ropa…! ¡Búscate a otro gilipollas que obedezca tus órdenes, que yo ya tengo demasiados imbéciles dándome órdenes!
Maribel puso un gesto muy extraño, como si fuese a llorar, y se dio la vuelta y se fue en sentido contrario.
José, inclinando la cabeza y sonriendo, volvió a mirarme, se acercó a mí y parecía que iba a decirme algo al oído. Olía a vómito y yo no soportaba la situación, pero aguanté la respiración para oírle:
- ¿Te importa que me vaya contigo a tu casa? Los presentes nos miraron extrañados y él se volvió con la mano en el vientre:
- No sé qué me pasa, dijo, pero siempre que bebo vino tinto acabo vomitando y con muy mal cuerpo. Preferiría no salir esta noche, pero no quiero joderos los planes y que tengáis que estar llevándome a mi casa. ¡Creo que voy a vomitar otra vez!
Sólo Teresa se acercó a él, que se había retirado de nosotros, y le dijo que le llevaría a casa, que debería descansar toda la semana antes de partir para El Ferrol, pero, según me dijo luego José, le propuso que me pidiese quedarse en mi casa.
- Sí, Tere, sí le contestó José disimuladamente; sé que a David le da mucho asco que vomite y quizá no le agrade la idea, pero es falso; ya no tengo nauseas.
- Lo sé, cariño, lo sé antes de que me lo dijeras, le dijo ella. ¿Te crees que soy tonta? Si yo fuera tú, me iría ahora mismo con David. ¡Disfruta! Maribel te tiene demasiado tiempo a su lado. Hazme caso. Diré que te encuentras muy mal y no vas a salir. Y a David le diré lo contrario, que estás bien pero que prefieres quedarte en su casa.
Teresa era una chica que conocía demasiado bien a José. Sabía que Maribel era una tía muy dominante y lo quería abarcar a toda costa, pero también se dio cuenta de que los ojos de su amigo soldado se habían posado en mí.
Se acercó Teresa a los demás y dijo en voz alta que José no estaba para juergas de noche y que David se había ofrecido a llevarlo a su casa y cuidarlo. Yo no sabía de qué coño estaba hablando, pero se acercó también a mí a despedirse con un beso y me dijo al oído: «No está enfermo; está enamorado».
Tuve que tomar aire y encendí un cigarrillo ofreciéndole otro a José. Cuando le tendí la mano con la cajetilla, rozó mis dedos con una leve caricia.
Entramos en mi apartamento sin haber hablado casi nada en el coche. El olor a vómito que me rodeaba me había dejado paralizado.
- Pasa, José le dije; desnúdate y quítate ese olor, por favor. No me lo tomes a mal. Mientras, te buscaré algo de ropa de estar en casa; algo cómodo.
- Voy corriendo al baño, me dijo, siento ser tan egoísta y tan aprovechado, pero no te preocupes que no me siento mal. No creo que te moleste que te diga claramente que prefería descansar aquí contigo.
- ¡Venga! le dije, vete al baño y luego hablamos, soldadito.
Volvió a inclinar la cabeza y a sonreír. Le dejé la ropa limpia y otra toalla sobre el lavabo y, entre la cortina y la pared, pude verle restregarse el jabón por el pecho con la cabeza hacia atrás.
- Te prepararé un caldito, le grité; no porque te sientas mal, sino para que entres en calor.
- Lo acepto, tío, gritó también, pero tómate tú uno conmigo. Los dos necesitamos entrar en calor. Me fui a la cocina y calenté caldo congelado en el microondas y luego lo puse en unos tazones. Mientras preparaba aquello, sentí unos brazos que me tomaban por la cintura:
- ¡Joder! ¡Qué bien huele ese caldo! ¿Lo haces tú?
- Sí, José, de vez en cuando hago una olla grande y luego lo congelo en porciones, en vasos o botes. Te gustará. Está como recién hecho.
- Como tú, me dijo sonriendo, me gustas porque estás como recién hecho.
Bajé mi mirada al suelo y le entregué un tazón. Puso sus manos sobre las mías para cogerlo y comenzó a hablar sólo:
- Estás crudo, David. Te da miedo cualquier cosa; el qué dirán. Yo soy soldado, vale, pero no soy gilipollas. He visto tu mirada desde el principio y, lo siento, sé que me estoy aprovechando de ti, pero me gusta estar a tu lado.
- Estoy loco o soy tonto, le contesté; cuando te vi vestido de marino se me vino todo el techo abajo. Pero vestido de calle, de civil, se me viene todo el mundo abajo. No sé lo que piensas tú, pero a mí me has dejado alucinado.
- Fíjate, dijo, te dejo alucinado porque traigo uniforme y tú me dejas alucinado y no traes uniforme.
- ¿Eso es cierto? pregunté extrañado. ¡Tienes novia!
- Todos los soldados tienen una novia, dijo; a nadie le gusta que le tachen de maricón, pero pregúntale a Teresa. Ella sabe lo que me gusta y, en cuanto te vi…
- ¿Sabes, José? le dije casi en broma. Me gustaría verte vestido con tu uniforme antes de que te fueras. Lo sé, a eso le llaman fetichismo, pero también te he visto desnudo y no me importa ni tu uniforme ni tu cuerpo; aunque es precioso, por cierto. Tienes un gesto y una mirada que me dejan helado.
- Pues ya sabes, se volvió hacia el salón, tómate el caldo aquí conmigo.
Me senté a su lado y me miró casi enfadado.
- ¿Qué pasa? pregunté. No quiero molestarte. Me sentaré allí.
Me apretó por el brazo y comenzó a hablar:
- En el cuartel dan las órdenes esos hijos de puta. Aquí las doy yo. No te muevas de donde estás, pero yo estoy casi desnudo y tú estás vestido. No me gustan las diferencias. O tú te desnudas o yo me visto.
- ¿Te pondrías el uniforme un poco para que yo te viera? le dije; luego nos desnudaremos para estar más cómodos.
No contestó ni yo me moví del sitio, pero cuando acabó su taza de caldo, se fue al dormitorio y me quedé esperando. No sabía qué hacer. En cierto modo, José me dominaba, me asustaba, pero me atraía. Así que esperé un buen rato y, de pronto, apareció por la puerta un soldado marino vestido de blanco y con su gorra, me saludó y se acercó a mí. Se quedó muy firme a unos dos metros mirando al frente y, de sorpresa, dio unos pasos militares hacia mí, se agachó y me besó los labios.
- Estoy cansado, David dijo entonces, pero daré unos paseos por aquí para que me mires cuanto quieras, pero por llevar este uniforme no dejo de ser un simple tío que se llama José.
Después de dar unas vueltas, se acercó a mí y me tendió la mano. Me levanté con él y nos fuimos agarrados de la cintura al dormitorio.
- ¡Mira, tío! me dijo, a mí, eso del fetichismo me la trae floja, pero sé que te gustaría mucho quitarme el uniforme tú mismo ¿Me equivoco?
- ¿Cómo sabes eso? exclamé; me encantas cuando llevas el uniforme, pero no sé de dónde has sacado que me gustaría quitártelo.
- Pues obedece órdenes, dijo lacónico. ¡Déjame en pelotas!
Estaba muy pegado a él; en pie. Tomé su gorra y la puse con todo cariño sobre la silla. Luego le aflojé el cinturón de la chaquetilla y la abrí muy despacio. Cuando se la quité, rodeándolo, la colgué con esmero en la silla. Él seguía en posición de firmes y sin parpadear. Le aflojé el cuello y le quité la corbata. Todas las prendas las fui dejando muy ordenadas sobre la silla. Seguí con la camisa. Cada botón que desabrochaba era un paso al interior de un mundo que desconocía, aunque lo que iba a encontrar dentro ya lo conocía. Tiré de la camisa hacia afuera y también la dejé en la silla. Su pecho estaba frente a mí totalmente desnudo, brillante y suave y con pequeños pezones oscuros y perfectamente redondos. Tomé la hebilla de su cinturón y comencé a aflojarla, pero miré su expresión. Seguía mirando al frente como si obedeciese mis órdenes; sin moverse. Quitar aquellos botones del pantalón no fue tan fácil, pero él no movió una mano para ayudarme. Al fin, pude comenzar a bajar un poco sus pantalones hasta que cayeron sobre los zapatos en perfecto estado de revista. Le pedí que se sentase para terminar de desnudarlo y, con paso militar, se sentó en la cama. Tiré de la punta de sus cordones y acaricié sus zapatos mientras tiraba de ellos. Quedaban los calcetines. Fue entonces cuando me tomó por los hombros, me levantó y me sentó sobre sus piernas. Seguía el silencio. Sus labios volvieron a rozar eróticamente los míos y tiró de mí dejándome caer sobre su cuerpo.
- Ahora ya estoy desnudo, dijo, pero tú no.
No quise que me desnudase y me quité la ropa desordenadamente y con rapidez hasta volver a estar sobre él.
- Ahora, David me dijo sonriendo, tú eres el que das las órdenes.
No hubo órdenes, sino mutuos deseos. Nos quitamos los calzoncillos y follamos hasta tres veces casi seguidas. Era un tío incansable, pero lo hubiese aguantado desde aquel momento todas las noches. Cuando echamos el tercer polvo, se levantó de la cama desnudo y se fue a su petate.
- Mañana, me dijo, ya no voy a poder estar contigo; y luego me tengo que ir a El Ferrol. Dame esta dirección, tu teléfono, lo que sea. Necesito hablar contigo todos los días. Si puedes, dame una foto tuya, quiero hacerme pajas hasta que mi polla se amolde a la tuya.
Se levantó muy despacio y se sentó junto a mí en la cama. Sobre la mesilla de noche dejó algo.
- Esto es para que no me olvides, dijo, porque yo no voy a poder olvidarte.
Debajo de la lamparilla y junto al despertador, había puesto un soldadito de plomo con su uniforme. ¡Cuídame!

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